El cuerpo humano fue, sin duda, tema de interés primordial para Robert Mapplethorpe, pero de los diferentes aspectos de ese cuerpo podrían resaltarse dos en los que la actuación del fotógrafo se centró con mayor asiduidad: la forma y la piel, piel como envolvente de la forma y piel como órgano sexual que, más allá de zonas específicas, cubre todo el cuerpo. A partir de raíces clasicistas hondamente asimiladas, Mapplethorpe observó el cuerpo, por lo general masculino, con la atención de un antropólogo curioso y la cercanía de un escultor enamorado.
Particularmente le atrajeron los cuerpos de hombres de raza negra, de musculatura miguelangelesca, convirtiendo su piel en un campo de brillos y luces, un lugar perfecto para el deseo. La conjunción de poses de carácter escultórico con la pulida tensión de la epidermis daba como resultado imágenes de extraordinaria fuerza. Cuerpos en espacios neutros, sin connotaciones, solo forma y envoltura, gesto y tersura, un lenguaje de pureza para pieles no ya translúcidas sino luminosas desde sus oscuras profundidades.
En esta fotografía, excepcionalmente, el artista se detiene en una parte muy concreta del cuerpo: dos manos y el antebrazo de una de ellas, obligándolas a sujetar un tablero blanco por una de sus esquinas. Así, dedos y músculos adquieren una peculiar rugosidad local y generan unos espacios más pequeños que los propiciados por un torso. Venas y articulaciones dibujan una topografía humana.