Erosión y tiempo son dos de las bases sobre las que Gabriel Orozco trabaja. En su constante nomadismo Orozco dice que no pertenece a ningún lugar en particular, sino que más bien todos le hacen sentirse en el sitio correcto para la apropiación de cualquier elemento que en él pueda encontrar, y fotografiarlo y transformarlo con una interpretación inesperada. Todo es susceptible de significación, incluido lo más nimio e irrelevante en apariencia, un basurero, una grieta en el bordillo de una calle, una farola o un montón de objetos en un rastrillo callejero.
Orozco se interesa por las huellas que el tiempo deja en los objetos, sean naturales (como las piedras erosionadas por el agua, pero talladas luego por él) o artificiales (como el hormigón desportillado por los golpes y embellecido posteriormente con color). Lo cotidiano, la movilidad y la memoria se entrecruzan para trascender lo que juzgaríamos anodino antes de que Orozco nos lo señalara e hiciera ver con sus ojos. La identificación del objeto que atrapa su mirada se relaciona con el extrañamiento morfológico que lo atraviesa, como en este caso.
En la imagen del bordillo de acera se reconoce la coexistencia de varias capas de hormigón y piedra, y sobre ellas, a su vez, una capa más, de pintura. Textura, volumen y color nos remiten a una visión escultórica. Rayas y ondulaciones sobre esas pieles parecen hablar de un obrero-artista con sofisticada predilección por los detalles preciosistas. Acción humana en la deliberada ejecución primaria y acción humana en la fortuita formalización final.