La temprana muerte de Francesca Woodman, a la edad de 22 años, nos impide conocer la evolución que hubiera podido experimentar esta interesante fotógrafa en caso de haber podido dar a conocer públicamente su trabajo, ya que en su breve y atormentada vida nunca lo hizo. Sus fotografías fueron tomadas con intención semejante a la de quien escribe en un diario sus pensamientos, solo que Woodman utilizó imágenes en vez de palabras. Los condicionamientos familiares y el desamor le condujeron a la realización de un conjunto de fotografías en las que su cuerpo, normalmente desnudo –representación de la inocencia– y encerrado en habitáculos ruinosos –metáfora de un derrumbamiento interior, la artista terminó suicidándose–, muestra transformaciones a partir de un juego de ocultamientos y exhibiciones que únicamente el ojo de la cámara captaba.
Sus fotografías contienen significados interpretables a partir de la dialéctica de contrarios: casa decrépita frente a cuerpo joven, mostrar frente a ocultar, natural frente a artificio… A pesar de su aparente hermetismo, hay en ellas un claro deseo narrativo, como momentos aislados de un relato entre el terror gótico y el ensayo psicoanalítico.
En esta imagen, sosteniendo con sus manos unos fragmentos de papel pintado para pared, unos tegumentos irregulares y oscuros, oculta su cara y su sexo para, camuflándose con el desconchado muro ante el que posa, ofrecer una apariencia fantasmagórica y evanescente, como representación del paso del tiempo. La soledad, la fragilidad, el abandono y la representación del yo forman parte, asimismo, de las intenciones de un mundo creativo que tiene evidentes conexiones con el body art de su tiempo.