Sin haber sido alumno de los Becher, Aitor Ortiz podría ser calificado como tal a la vista de sus trabajos, centrados desde sus primeros momentos profesionales, casi obsesivamente, en la arquitectura; sobre todo en sus estructuras, esas que cuando el edificio queda concluido se subsumen bajo capas de paredes y ornato que buscan embellecer lo que para él ya es hermoso por sí mismo.
La fuerza del hormigón armado, su textura levemente rugosa, la repetición tendente a lo infinito de los pilares verticales y forjados horizontales, y el gris que lo caracteriza poseen la poesía necesaria para extraer de todo ello un mundo de imágenes que podrían ilustrar un relato cuya trama se desarrollara en una ciudad a medio camino entre la ciencia ficción y Jorge Luis Borges o Italo Calvino.
La construcción de edificios, puertos o infraestructuras de todo tipo es un proceso que se desarrolla a una cierta velocidad y que va ocultando aquello que va realizando hasta llegar al punto de acabado final. Ortiz aprovecha los momentos transitorios de diversos estados de obra, que desaparecen o se transforman en cuanto el siguiente estado de obra se ha alcanzado, para atrapar una belleza efímera e incomprensible pero real.
La piel ha sido, por el contrario, lo que ha interesado al fotógrafo en esta imagen. El contraste entre dos pieles translúcidas: la de la Torre Iberdrola y la de la Biblioteca de la Universidad de Deusto. El orden y la regularidad acristalada de sus fachadas conviven con las leves curvaturas de ambas hasta hacerlas converger en un punto en el que se funden.